―Ahora ven. Aún nos falta la mejor parte ―dijo Milo.
Acto seguido se apretó contra el cuerpo de Camus, quien yacía junto a él en la cama, y devoró sus labios con presteza. Fue un beso fiero, hambriento. Camus le correspondió, y hundió sus manos en la melena salvaje del griego en un intento por profundizar el beso.
Después de unos momentos tuvieron que separarse para recuperar el aliento, lo cual fue aprovechado por Milo para sentarse a horcajadas sobre el cuerpo de Camus. Milo no tuvo mucho tiempo para acomodarse cuando Camus lo haló hacia sí, aprisionándolo en un abrazo. Esa vez fue Acuario quien juntó sus labios con los de su compañero en un corto, pero no menos enardecido beso. Luego vino otro beso, y otro, y otro más. Uno más ligero que el anterior, pero lleno de una alegría juvenil que pocas veces Camus dejaba relucir.
Milo no recordaba sentirse tan feliz desde hace un buen tiempo. De hecho, no se sentía así desde la última vez que vio a Camus, varios meses atrás. Sin él, los días en el Santuario eran largos y oscuros, y las visitas eran cada vez más escasas y cortas. Aquello era como dar un bocado de comida a un hombre hambriento: delicioso, pero insuficiente.
―Te extrañé ―susurró Milo entre besos.
―Y yo a ti ―respondió Camus, depositando esta vez un beso en la mejilla sonrosada del santo. Deslizó una de sus manos a lo largo de espalda de Milo hasta llegar a uno de sus glúteos, apretándolo por encima de la tela―. Muchísimo.
Milo soltó una carcajada. Si bien quiso decir que extrañaba a Camus como persona, su persona, junto a él, no podía negar que esta parte también la había echado muchísimo de menos. Y, al parecer, no había sido el único.
Por su parte, Camus deslizó una de sus piernas entre las del griego, instándolo a acomodarse mejor sobre sus caderas. Rápidamente, Milo inició un lento y sensual vaivén, pero este no duró mucho. Al cabo rato, ambos muchachos se vieron envueltos en un frenesí de caricias por encima y debajo de la ropa.