La tormenta arreciaba y con ella el sonoro latir del cielo nocturno. Los truenos retumbaban en el Templo de Géminis, haciendo vibrar las ventanas de las habitaciones y alterando el sueño de uno de sus guardianes.
Kanon se removió entre sus sábanas, atosigado por el constante crujir del cielo. El temible rugido había transformado su sereno sueño en una muy real pesadilla, una que hacía mucho tiempo no sufría. En ella, las gotas de lluvia que chocaban contra los altos techos del Templo se transformaban en marejadas y los truenos equivalían a trozos de mármol fracturándose bajo el inmenso peso del Mediterráneo.
Un trueno más sonoro que todos los anteriores lo despertó de aquel sueño. Instintivamente salió de la cama, pensando quizá que alejándose de ella podría evitar la enorme ola que estaba a punto romper su cuerpo. Pasaron los segundos y poco a poco Kanon se percató de que la temible visión había sido parte de una simple pesadilla.
Caminó hacia la ventana y confirmó que el constante rugido del mar no había sido sino producto de la terrible tormenta que caía desde el anochecer. Sintiéndose bobo por haberse asustado por algo tan simple, sonrió y se sentó al pie de su cama. Frotó sus manos contra su cara y maldijo el ruido que muy probablemente le impediría dormir nuevamente. La noche sin luna le impidió leer la hora en su despertador, sin embargo, calculó que no podían pasar de las tres de la madrugada.
Una brillante luz blanca fue seguida por un fortísimo trueno que duró lo que a Kanon le pareció una eternidad.
—Estúpida lluvia —murmuró temiendo que los diluvios veraniegos le obligaran a comprar tapones para los oídos.
La reciente pesadilla y el eco de las gotas de lluvia multiplicándose en las paredes de su habitación le inquietaron. Deseó, mas no se atrevió, despertar a su hermano, consideraba que no tenía una razón suficientemente buena para hacerlo. Más bien, tenía las razones suficientes; lo que le faltaba era la fortaleza necesaria para confesarlas. Un Santo Dorado —así le llamaban ahora— no debía temerle a un poco de lluvia y a un recuerdo lejano.
Sintiéndose demasiado incómodo en la pequeña habitación, se puso de pie nuevamente y salió del cuarto, pasando de largo la angosta puerta de madera que albergaba la habitación de su hermano.
Ni por un instante pensó en despertarlo con alguna pobre excusa. Sabía que Saga sería capaz de ver a través de ella y que adivinaría que su nerviosismo yacía en algo tan simple como el trepidar de la lluvia.
Hacía diez meses que todo había regresado a la normalidad. Al menos así había sido para la mayoría de los Santos Dorados, quienes desde un principio consideraron aquellos Templos como su hogar y a sus guardianes como sus hermanos. No obstante, para Kanon la sensación había sido muy diferente. Si en algún momento tuvo un hogar, el recuerdo se desvaneció rápidamente con la llegada de la frustración y del odio. Ni las Doce Casas ni el Templo de Poseidón fueron para él un refugio, sino los símbolos de su ambición y codicia. ¿Los Santos de Atena? Ellos eran los enemigos a vencer, los hombres estúpidos que se ponían en su camino para destruir al mundo que tanto odiaba.
Así había sido hasta que reconoció el cálido cosmo de su Señora, hasta que dio su sangre y su vida por Ella. Diez meses habían pasado desde la última batalla, diez meses desde que recibió lo que Ella llamaba recompensa y él bendición.
¿Cómo imaginarse que las cosas terminarían de aquel modo? ¿Cómo adivinar que algún día volvería a compartir el techo con su hermano? ¿Que su lealtad finalmente encontraría a alguien en quien yacer? ¿Que la esperanza, antes desconocida, algún día llegaría a su corazón?