Entonces, por segunda y fugaz ocasión, el gesto de Milo cambió. Reparó apenas en la respuesta del otro y recordó que estaba en medio de una provocación. Recobró entonces su jactancioso semblante.
—Debes gustarle mucho a ese muchacho. Es casi imposible conseguir buenas granadas fuera de temporada.
El mayor no ocultó su sonrisa, feliz de que Milo terminara por picar el anzuelo. Siempre disfrutaba aquellos pequeños triunfos en los que despertaba los celos del otro. No que fuese un logro difícil de alcanzar, por cierto. El Santo de Escorpio era sumamente posesivo y odiaba aquellos momentos en los que le recordaban que quizá no fuese el centro del universo. Fuese su apegado amigo Camus o un compañero que apenas comenzaba a conocer, el orgullo de Milo le cegaba y le hacía creer que tenía derechos sobre todas las personas.
Aun así, Kanon debía admitirlo, Milo era bastante bueno para disimular su molestia. Si el gemelo era capaz de identificarla con tanta facilidad era únicamente por las largas y atentas horas de contemplación que le había dedicado con anterioridad.
Decidiendo otorgarle una tregua temporal, Kanon intentó tornar su atención en alguien más.
—No lo sé. Quizá quien le guste sea mi hermano —la imagen mental le sacó una burlona risilla—. De cualquier forma se le agradece la intención.
Aunque Milo abrió la boca, contuvo al momento lo que pretendía decir. Se conformó con fruncir el ceño mientras dejaba escapar un largo suspiro y regresaba su interés a las frutas.
—¿Cuántas te regaló? —obvió sus deseos de recibir una de las granadas.
—Tres. Quería que me trajera más, pero le dije que éstas serían más que suficientes —ante la respuesta, Milo colocó de nuevo la fruta en su lugar—. Puedes quedártelas si quieres.
—Fueron un regalo.
—Y yo te las regalo a ti.